La necesidad de expresarse bien
Cuando era estudiante universitario, trabajaba al mismo tiempo en una oficina de recepción; era la mesa de partes, donde se iniciaban todas las gestiones de una importante institución estatal.
Los que acudían allí querían resolver sus problemas; se reflejaba en sus rostros inquietud y preocupación. Estaban dispuestos a hacer cualquier cosa que se les pidiese, con tal de ofrecerles a cambio el alivio, al menos parcial, del peso que traían encima.
Mi papel no era importante, tan solo recibía los asuntos y los transmitía por el conducto regular ya establecido. Mi mejor ayuda, como sucede en todas partes, era trabajar bien y rápido. Admitir la flojera significaba detener la marcha de los asuntos, aunque quizá eso, a los ojos de un estudiante universitario más preocupado por su prestigio que por los asuntos humanos, no se podría descubrir si no se pensaba en los demás.
Las dificultades de los que allí se presentaban me motivaron bastante y me dediqué a pensar en esos asuntos. No buscaba solucionar los problemas concretos, que no eran de mi incumbencia, ni tenía la capacidad para hacerlo. Más bien, quería estudiar los problemas generales y de fondo que veía en la gente. Lo que me hacía pensar era: la formación del hombre, su personalidad, sus aspiraciones, sus metas, su fin.
Una visión superficial o parcial hubiera podido llevarme por otros caminos: a tener una inquietud revolucionaria, a buscar soluciones inmediatas y poco pensadas, o tal vez a meterme en terrenos que no tenía ni tengo por qué pisar. O a lanzar opiniones diversas, argumentadas con mil razones que no faltaban, o a levantar mi protesta estéril ante los abusos e injusticias. O a remover a los universitarios, señalándoles con lupa las irregularidades de los casos que me encontraba. Quizá hubiera echado por tierra el silencio de oficio, que es la garantía moral del buen trabajador, quien lleva con garbo el peso de sus obligaciones, y no las ventila a todos los aires, corrompiendo sus deberes ante ojos curiosos que, más que dar soluciones, van a aumentar las complicaciones.
Ese trabajo, al que dediqué unos años, fue una buena experiencia que contribuyó en su momento a la misión a la que dedico gran parte de mi vida: formar gente. Primero, mi carrera, el estudio de las Ciencias de la Educación, me llevó a esos ambientes donde la formación ocupa un primerísimo lugar y, luego, después de ordenarme sacerdote, estoy rodeado de mucha gente que viene a pedir consejo y yo tengo la obligación de formarlos bien.
Pero, volviendo a las experiencias del trabajo que contaba, una de las lecciones aprendidas está relacionada con el modo de expresarse que tenían las personas que se acercaban a mi oficina. Yo escuchaba a todos: a veces venían excelentes oradores que empleaban su retórica para aligerar sus trámites. Daban razones y argumentos convincentes para que se trabajara rápido y bien. Pero otros se detenían delante del escritorio y no sabían qué decir; había que averiguarlo, y no era fácil. Algunas veces la abundancia de trabajo no permitía atenderles, pero ellos estaban allí, dispuestos a permanecer horas, en espera de alguien con paciencia y tiempo que les escuchara con interés.
Recuerdo que una vez, también por motivos de trabajo, contemplé con estupor un interrogatorio en el estudio de un abogado. Me sorprendió la pobreza de lenguaje del cliente que había sufrido una serie de agravios. Sus declaraciones habían sido, sin quererlo él, totalmente contradictorias, tan solo por no saber manejar el idioma. Se observaba en lo que decía una ignorancia profunda; se defendía con miedo y usaba frases sin sentido. La otra parte, hábil en el manejo del lenguaje, iba por delante en el juicio. El abogado tenía que luchar titánicamente para levantar el caso en defensa de la justicia.
Otro caso de pobreza de lenguaje me llamó mucho la atención: se trataba de un muchacho que había sido acusado por sus amigos de haber herido a otro en una reyerta callejera. La acusación era injusta, pero él, que no sabía expresarse, no podía contar los hechos. Lo único que hacía era gritar y protestar: «¡Es mentira! ¡Es una injusticia!»… y lanzaba insultos a quienes le habían acusado. Toda conversación con él era muy difícil. La ira que llevaba dentro no le permitía hilvanar las ideas y su lenguaje era ininteligible: jerga abundante y palabras cortadas. Se hacía muy difícil ayudarlo.
Casos como este no faltan en los juzgados, comisarías, etc., pero no vamos a fijarnos en la conducta de la gente, sino en su lenguaje. La pobreza del lenguaje es un problema que afecta a un gran sector de la sociedad. Hay mucha gente que se acostumbra a hablar mal y no se corrige, no hay un progreso en su lenguaje, les falta vocabulario y recurren a una solución fácil: en esa laguna de palabras entrecortadas utilizan la jerga, que es la moneda falsa del idioma a la que se recurre por desconocer el vocabulario correcto y apropiado. Esta situación se da en todos los ambientes: gente joven y mayor, de la ciudad o del campo.
Recuerdo otra anécdota similar: un día me avisaron por teléfono que un amigo había tenido un accidente y que se encontraba en una asistencia pública. Al llegar yo, no me dejaron entrar de inmediato, ya que el médico lo estaba atendiendo. En la espera, larga por cierto, pude contemplar un caso interesante para nuestro tema. Había, no muy lejos de mí, un médico que se esforzaba mucho tratando de averiguar lo que una señora había ingerido. Le hacía todo tipo de preguntas, y la señora no hablaba; de vez en cuando arrancaba una frase, pero de pronto, le entraba risa, se paraba y callaba otra vez. El médico le hacía ver la gravedad de su estado y que era muy importante que hablase. La señora parecía no entender ni darse cuenta del problema en que estaba. Esta situación causaba preocupación en todos los que estaban alrededor; miraban con deseos de que hablase. Más de uno comentó: «¡Qué ignorancia más grande! ¡Qué barbaridad! ¡Se puede morir!» Un pariente que tenía al lado le rogaba con lágrimas en los ojos que, por su bien, hablase. Allí dejé la historia porque ya pude ingresar a la habitación de mi amigo. Aunque la historia esté inconclusa, basta lo que hemos contado para darnos cuenta de lo importante que es saber expresarse. En muchas ocasiones, solo nosotros podemos decir lo que sucede.