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Lo que debes hacer hazlo bien

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La persona no nace sola, por voluntad propia. Nace de otras dos personas: su padre y su madre. A su vez, ellos son eslabones de una cadena que se inicia con Dios Padre y Creador. La persona, además, no se desenvuelve sola en la vida. Es indefensa, especialmente al comienzo. Requiere de sus padres, pero también de sus maestros, y de todos los que prestan los servicios y ofrecen los bienes que cualquier persona necesita.

Toda la sociedad está constituida por personas, ubicadas cada cual en su familia. La persona es la unidad social; la familia es la célula social. El matrimonio es el inicio de la familia, el germen de la familia, pero no es la familia propiamente dicha. La familia se constituye con el nacimiento del primer hijo y se enriquece con la sucesiva llegada de más hijos.

El hombre manifiesta su sociabilidad primero de manera pasiva, con su admirable docilidad para aprender a hablar y para obedecer a sus padres. Y, muy pronto, de manera activa, al hablar, al responder, al expresar sus ideas, sus sentimientos, sus pasiones, sus deseos, sus alegrías y sus penas, sus necesidades.

La naturaleza social de la persona se comprueba, en consecuencia, porque sólo en sociedad alcanza el pleno desarrollo de su personalidad.

Para convivir, para las relaciones sociales, la persona necesita —le es indispensable— respirar un clima de confianza. La familia da ese clima de confianza con el cariño paterno, materno y fraterno que brota espontáneamente.

Entonces, resulta lógico que el hombre conozca la verdad, se sienta atraído por el bien y se deleite con la belleza, que se encarna en la presencia sincera de los padres en la vida, en el cuidado que de ellos recibe y en la alegría del hogar. Ese ambiente humano —reflejo de la vida trinitaria, dirán los teólogos— se proyecta generosamente en la vida social, y entonces toda la sociedad se constituye y organiza en base a los valores trascendentes del hombre: el ser, la verdad, el bien, la belleza, todo lo que es afirmación gozosa y no rechazo negativo y triste.

Dios, a través de nuestros primeros padres, Adán y Eva, se dirige a la especie humana para que crezcan y se multipliquen, que llenen la tierra y la dominen. ¡Propagar la vida y dominar la naturaleza! Por eso el bebé se convierte en niño, en adolescente y en hombre. Y de la misma manera, por eso engendra hijos cuando se casa y tiene nietos cuando sus hijos se casan y forman su propio hogar. Así, los hombres se esparcen por el mundo, progresan y viajan, se instalan en sus tierras y construyen ciudades.

Dios ordenó las cosas al crearlas para que siempre se puedan atender las necesidades crecientes de la familia humana, y para que se obtengan de la naturaleza todos los bienes que se necesitan para vivir dignamente. Negar esto es negar que Dios sea más inteligente que el hombre.

Hay que tener el convencimiento, pues, de que Dios en su providencia ordinaria no ha dejado abandonados a sus hijos, los hombres, condenándolos al hambre y a la miseria, sino que nos ha dejado en herencia suficientes recursos para afrontar dignamente las cargas inherentes a la procreación de los hijos.

Ser fiel al imperio natural: a la identidad del individuo como persona; y ser fiel también a la familia y a la sociedad, es estar dispuesto, en el momento de ejercer el derecho de contraer matrimonio, a tener hijos, a confiar en la Providencia divina y a poner los medios humanos, por costosos que sean, para atender a las necesidades familiares con dignidad.

Poner los medios humanos es soportar las fatigas y estar dispuestos a sacrificios. Es trabajar con ahínco y enfrentar los obstáculos de la vida.

La vida social correcta está basada en cinco principios sencillos:

  1. La primacía de la persona sobre las cosas inanimadas.

  2. La solidaridad fraterna entre los individuos y los pueblos.

  3. El escrupuloso respeto a la función subsidiaria del Estado.

  4. La participación activa de todos en la vida social.

  5. La promoción social del bien común de los pueblos.

Si los gobernantes no cumplen estos principios, van descaminados. Si se tolera con pasividad negligente el terrorismo, el narcotráfico, la violencia, la delincuencia, los secuestros, los robos y la coima, entonces se pierde el derecho de hablar en nombre del bien común.

Se entiende perfectamente que, siendo la familia la célula natural de la sociedad —la familia es escuela de virtudes, ha dicho la Iglesia—, el ejemplo de los padres y la armonía con sus hijos constituyen un modelo para todas las relaciones sociales, además de ser garantía de cohesión entre unos y otros.

Es inconcebible la existencia pacífica de la humanidad sin una familia bien organizada, que atienda a las necesidades de sus miembros. La familia da cariño y seguridad, preserva al hombre del miedo a la existencia y de la soledad. Da cauce a toda la vida afectiva del hombre y proyecta esos valores hacia fuera.

Por eso el Estado debe respetar y proteger los derechos de la familia, enumerados magistralmente en doce artículos por la Iglesia en la Carta de los Derechos de la Familia, del 24 de febrero de 1983. Porque el fin primordial del Estado es la defensa de la vida y de la paz, la promoción de la persona humana y de las esferas sociales intermedias. Un Estado que no respete esos derechos sería antisocial.

Hoy, más que nunca, la familia tiene necesidad de educación. Educar a la familia es la meta que deben trazarse todas las instituciones, empezando por el Estado. En el Perú, la educación debe tener prioridad porque es el problema principal, más que el económico.

Todo hombre, para sacar adelante a su familia, debe trabajar. Es necesario que el ambiente de su trabajo favorezca a la familia. Vivimos en una época en la que la economía tiene mucho relieve. Existe el peligro de vivir para tener. Esta filosofía iría contra el hombre y contra la familia. La economía, los recursos, deben estar al servicio de la familia; es una tarea importante del hombre de empresa y de los lineamientos políticos de un Estado.

La familia y la empresa, instituciones que tienen un rol importante para el crecimiento y desarrollo de los hombres, deben funcionar en constante comunicación, apuntando siempre a los fines de la persona, para lograr el auténtico progreso de los pueblos.

Si la empresa cumple bien con su papel, podrá servir a la familia y a los hombres. Lamentablemente, en algunos lugares del mundo existen empresas que se sienten totalmente ajenas a la familia y hasta quieren sustituirla. Algunos hombres, para ser felices, esperan más de la empresa que de la familia, y esto es un grave error.

La empresa debe mirar más a la familia que la familia a la empresa. Los principales ideales de la empresa deben ser los de la familia. La familia tiene mucho que decirle a la empresa para que ésta sea mejor y trabaje con eficiencia. El mensaje de la familia no es de índole técnica, sino moral, y se refiere a la conducta, al orden de vida del ser humano para que sea feliz.

Cuando el trabajador es tratado en la empresa como miembro de una familia, recibe el estímulo adecuado para desarrollar su propia personalidad. Sale de su trabajo pensando que está haciendo algo por otros, que son parte de su vida. Irá a casa con la alegría de ver a su familia y llevarle lo que ha conseguido. En cambio, cuando el trabajador es tratado en la empresa atendiendo solo a su individualidad, se le está motivando para que se encierre más en sí mismo, en sus cosas. Usará su trabajo, la familia, las amistades, para construir su propia vida.

El individualismo del egoísta se convierte poco a poco en un atentado contra la familia y después contra la sociedad. Es distinto «aprovechar» que «aprovecharse». El primer término indica valorar lo que se tiene para ser mejor, implica también esfuerzo y sacrificio personal. En cambio, «aprovecharse» tiene un matiz peyorativo, como usar algo en beneficio propio. Allí no existe esfuerzo personal ni preocupación por los demás.

El Santo Padre, el Papa Juan Pablo II, en la «Carta a las familias», señala el peligro que existe para el ser humano cuando domina una mentalidad pragmática o individualista: «El utilitarismo es una civilización basada en producir y disfrutar; una civilización de las cosas y no de las personas; una civilización en la que las personas se usan como si fueran cosas».

Hoy, más que nunca, la familia tiene necesidades de educación. Educar a la familia es la meta que se deben trazar todas las instituciones, empezando por el Estado. En el Perú, la educación debe tener prioridad porque es el problema principal, más que el económico.

Muchos factores pueden influir para marginar a la educación y que quede siempre como la «cenicienta» de los sistemas. Se ha politizado mucho con la pobreza y las necesidades de las personas, manchando los proyectos educativos con ideales partidarios que dividen a los hombres, y eso ocurre cuando se busca más el puesto y el protagonismo que la solución real de los problemas.

Los que somos educadores sabemos bien que no se debe usar la educación como «caballo de batalla» para grandes proyectos. Lo ideal no es un concurso de proyectos geniales que tienen más o menos éxito durante un tiempo determinado, mientras funcione la organización que lo patrocina, para luego desaparecer o ser sustituidos por otros proyectos.

MANUEL TAMAYO PINTO-BAZURCO

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